El
atardecer llegó pronto y tuvimos que irnos. Por el camino Sam y yo íbamos los
últimos, en silencio.
—No sabía que estabas en un equipo de volley. —empecé yo.
—No es que hayamos tenido mucho tiempo para
hablar. —bromeó y
yo puse mala cara— Vaya,
lo siento.
Volvimos
a quedarnos es silencio. Yo me fijé en los de delante. Daniel cogía por el
hombro a Helena y reían. Las demás chicas iban con los amigos de Sam charlando
tranquilamente.
Me di cuenta
que mientras estaba observando a los demás, Sam no había separado la vista de
mí.
—¿Te apetece dar un paseo? A solas. —puntualizó dejando caer la mirada en los que
iban por delante nuestra.
—Claro.
Doblamos
una esquina y los despistamos, quedándonos solos. El móvil de Sam empezó a
sonar. Se disculpó y dejó que yo avanzara unos pasos.
En el
tiempo que él estaba hablando y yo estaba sola, rocé el collar, que brilló y en
unos segundos volvió a ser mate.
“¿Harmonía,
eres tú?”
“Sí,
madre. He aprovechado que estoy sola para hablar contigo. Lo he conseguido.”
“¿Ya
tienes la piedra?” —preguntó
ilusionada.
“No,
madre. Estoy saliendo con Sam, el chico de la piedra. Tan solo es cuestión de
tiempo.”
“Pues
apresúrate. Llevas demasiado tiempo en Hawaii y necesito la piedra” —tosió mientras hablaba.
“¿Estás
bien mamá?”
“No muy bien, hija. Por eso necesito la
piedra ya”
“La
conseguiré tan pronto como pueda. Tengo que irme, Sam se acerca.”
“¿Estás
con él? Consigue la piedra. Ahora. Como sea, Harmonía. Por favor” —me
rogó. Ella nunca rogaba.
Y todo
se quedó ahí. Me quedé preocupada. ¿Mi madre se estaba muriendo por qué no
tiene las piedras? Esta tarde intentaría conseguirla
—Siento haberte hecho esperar. —se disculpó.
—No pasa nada, me ha dado tiempo a pensar unas
preguntas para que te conozca mejor. Empiezo.
—Me
parece bien, pero tengo el mismo derecho a conocerte yo también. Por eso tú me
vas a responder también a una pregunta.
—Estaba bien. Una tú, una yo. Es un trato justo.
–tendría que pensar rápido—
¿Aficiones?
—Volley,
cine y ahora mismo tú —terminó
y yo me quedé callada—. Me
toca. —¿Dónde
vivías antes?
No tenía
que haber aceptado que me preguntara. Tendré que inventarlo todo.
—Pues… de España. —dije, intentando sonar creíble con una
sonrisa.
—Bonito país. No me habría imaginado que
fueras de allí. ¿Y por qué viniste aquí?
—Hawaii siempre me ha impresionado y
necesitaba un cambio de aires —sí, era
eso. Cambio de aires. Cambio del Limbo a Hawaii…
—¿Y tus padres? ¿Nos los echas de menos?
—Murieron en un accidente. —inventé
—Lo siento. No quería… —se disculpó.
—No pasa nada. Está superado. —lo tranquilicé— Y ahora qué me doy cuenta, me has hecho tres
preguntas y yo ninguna. —dije
frunciendo el ceño.
—Soy muy manipulador, como te habrás dado
cuenta.
—Pues entonces ahora me toca a mí. —Pensaba en que podía preguntarle, pero no se
me ocurría nada— ¿Cuánto
tiempo llevabas con Diana?
—Vaya, pues hacíamos 1 año este mes. —se sorprendió por la pregunta, pero no le
importó responder.
No me
gusta romper parejas. Pero al situación lo merece y Diana no me caía bien.
Bueno vale no la conocía pero el primer día me gritó y no me agradó.
—¿Eres rubio natural? —intenté hacer la gracia.
—¿Qué pregunta es esa? —rió— Pero
sí, soy rubio natural. Te queda una pregunta. Piénsala bien.
—¿Dónde vives?
—Vivo a dos manzanas de aquí. ¿Quieres venir? —Era la oportunidad perfecta de conseguir la
piedra.
—Sí, claro —dije mientras asentía con la cabeza.
El
camino se hizo corto. Íbamos cogidos de la mano y de vez en cuando él se me
quedaba mirando y yo lo miraba a él. Me iba a costar muchísimo dejar todo esto.
No me gusta estar engañándolo. No me gusta hacerle daño.
Sam se
detuvo frente a una gran casa, parecida a la de Helena, pero más grande. La
fachada era de piedra rojiza y unos grandes ventanales cubrían toda la parte
delantera de la casa.
Sacó
unas llaves del bolsillo y abrió la cerradura. Me dejó pasar a mi primero.
Esperaba encontrarme una entrada pero dirigía directamente al gran salón, bien
decorado. Al fondo había una gran cristalera que daba al jardín. A mi derecha estaba
la escalera de madera en forma de caracol y a mi izquierda había un arco que
daba paso a la cocina. Enorme también.
—¿Te gusta? —preguntó mientras se dirigía a la cristalera.
—Es grande —respondí impresionada.
—Bueno ya. Sí, es grande —rió y abrió la cristalera por donde entró una
ráfaga de viento— Ven, te
voy a enseñar lo mejor de la casa. Mi lugar preferido.
Lo seguí
hasta el filo de la puerta y me quedé ahí parada. Ese lugar era precioso. Todo
estaba cubierto de plantas de todos los colores. Un gran árbol estaba al fondo.
Al lado del árbol había unos columpios. Y de los columpios al árbol había atada
una hamaca donde fue a sentarse Sam.
Me miró
y me señaló un lado de la hamaca para que lo acompañara.
Fui hasta
él y me senté a su lado. Pasó un brazo por mi hombro y se quedó mirando el
interior de la casa.
—¿Ya me conoces mejor?
—Sí. Un poco. —le dije mientras empezaba a darme besos por
el cuello.
—Me alegro. Tenemos tiempo de conocernos, no
te preocupes.
Ese era
el problema. Yo no tenía tiempo. Ni para él ni para nadie. Pasó de mi cuello a
mi cara. Ahora le tocó a mis labios. Me cogió de la cabeza para acercarme y yo
aproveché a dejar caer mis manos en sus piernas, cada vez más cerca de los
bolsillos. No tenía ni idea de donde tendría que tener la piedra pero seguro
que la tenía encima. Tiene que llevarla.
Pasó a
besar de nuevo mi cuello y yo gemí. Aquel pequeño gritito que hice le gustó y
me mordió la oreja.
Empecé a
tocar todo su cuerpo y él se dio cuenta de que estaba tocándolo pero no de la
manera que él esperaba. Sabía que buscaba algo.
—Charlotte, ¿qué buscas?
—¿Dónde está la piedra? —grité, eufórica.
—¿Qué piedra? ¿De qué hablas?
Mierda.
Él no la tiene.